El alzacuellos

Musa

El alzacuellos


 


Se quedó atrapada entre las puertas del metro, eran las 7.30 de la mañana, esa hora punta recurrente. Unas manos sin anillos aguantan las puertas, y forzándolas consiguen abrir un hueco que le permite entrar en el vagón.


 


-Gracias, -se atrevió a decir a aquel señor vestido íntegramente de negro. Y quedó deslumbrada por aquellos intensos ojos azules.


 


-¿Está usted bien? ¿Se ha hecho daño?


 


Sin dejar de mirar aquellos ojos, simplemente pudo mover levemente la cabeza con un sencillo asentimiento. Estaba muy cerca de su cuerpo, había desaparecido todo espacio vital, si es que alguna vez a esas horas existe. Si alguien mirase por esa ventanilla translúcida, no se sabe si por el vaho, o por la escasa limpieza, no conseguiría distinguir más que una nueva forma de dos cuerpos casi abrazados.


 


-Discúlpeme, no hay mucho espacio, no puede moverme.


 


-No se preocupe señorita, así seguro que no nos caemos.


 


Ella nota mucho calor, como si el invierno se hubiera esfumado al bajar las escaleras mecánicas por la que te adentras a ese amago de inframundo donde ya no habita Hades. Antes de entrar al vagón, ya se había quitado el abrigo de la abuela. Si pudiese se desvestiría más rápido que cuando siente su presencia en la cama. El cuello cisne la ahoga, y las medias de lana le queman los muslos, solo la falda parece tan ligera como el aire que no llega. Sigue mirando esos ojos azules.


 


-Hace mucho calor.


 


-Mejor no pensar, el cerebro caprichoso nos engaña, así que engañémosle nosotros a  él.


 


Imagino que tiene las manos apoyadas en la puerta, no las veo, solo siento sus rodillas rozando los muslos. Su respiración parece acariciar el lóbulo de mi oreja. ¡Qué sofoco! Me estoy mareando. ¿Cuánto falta para la próxima parada? Esto último lo he dicho en voz alta porque me ha contestado:


 


-Casi estamos, intente concentrarse en respirar y no deje de mirarme.


 


Claro que no dejo de mirarlo, es imposible. Quizás no deseo que llegue la parada, sino que se detenga en el túnel y perderme en ese refugio antiaéreo que nunca se usó pero esa es otra historia.


 


No me había fijado en sus labios, perfectamente definidos, levemente rosados, dibujando esa media sonrisa. ¿Qué edad debe tener? Todavía no tiene barba cerrada. Y esa bufanda negra le cubre todo el cuello. ¿No tiene calor?


 


Me siento como si acabase una clase de natación, que estás tan mojado que no sabes donde quedo el sudor, por qué cuándo nadas sudas, no?


 


Por fin se ha parado el metro. Se han abierto las puertas y casi me caigo, y nuevamente esas manos, ya familiares me han asido sin más.


 


-Yo también salgo.


 


-Gracias.


 


Se le ha caído la bufanda. Al devolvérsela reconozco el alzacuellos mientras siento el calor en esa zona y creo que me sonrojo.


 


-Qué tenga un buen día.


 


 


 

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