Línea roja

Natalia Marsié

El metro pasaba frente a su rostro por tercera vez, mientras ella, impávida, seguía haciéndose una pregunta que, a esa velocidad, no tendría opción de respuesta.


Con mucho disimulo se acercaba al borde de la acera. Era viernes de madrugada y poca gente bajaba a las plataformas de la estación. Sabía su 'sortida' de memoria: Avda. Meridiana. La fuerza gravitacional de su duda le impedía despegar los pies de las losas color ocre. Pasaban nueve minutos. Una alerta se encendía al escuchar los rieles, mientras el viento agitaba el faldón que apenas cubría sus tobillos fríos.


Se cuestionaba cómo era ´posible que todos los días, para ir al trabajo o a fumar un cigarro en la terraza de Julia, entrara dentro de esa máquina meteórica sin saber de qué estaba hecha. Su vagón favorito era el último, la parte de atrás. Sabía que tendría que caminar más rápido para alcanzar las eléctricas fuera, pero le encantaba ver el interior de las cabinas del frente, como el reflejo de un espejo infinito.


Recordó cómo inició su inquietud. Había bajado en Glòries. Allí, una mujer diminuta, vestida con un camisón verde seda y un tocado de cuentas doradas en la cabeza, llamó su atención. Tenía cabello rizado, y sus ojos rasgados se escondían tras unos lentes de filtro cobrizo.


—¿Sabes por qué cuando el metro avanza tan rápido, no se deshace en una lluvia de escamas de hierro? —le preguntó.


A ella le pareció desquiciada y pensó en ignorarla, pero minutos después, la duda la carcomía. Al volverse, la mujer había desaparecido. Se puso a la tarea. La tierra empezó a vibrar y sus pupilas llenaron el iris de un negro intenso.


En el primer acercamiento, pegó el rostro a la máquina. A un centímetro de su boca, y con el hálito hirviente del metal, sacó pausadamente la lengua entre sus dientes. Al mismo ritmo, la extendió y resbaló sobre la superficie cubierta de polvo. Su saliva recogió los rostros de las personas que ese día viajaron y los encapsuló en papilas gustativas distribuidas como perlas a lo largo de su boca. Sonaron los bips para cerrar las puertas. Lo dejó ir.


La siguiente arribada forzó otro de sus sentidos. Con el dedo anular rozó la carrocería de la máquina. Al tacto, la superficie se volvía blanda y gelatinosa. Se hundía si presionaba más de la cuenta. Viendo con miedo que empezaba a traspasar la materia, se incorporó rápidamente y alejó su brazo de la máquina.


Era su última oportunidad. No podía enfocarse en nada diferente. El suelo levantó humo, calor. Apretó los ojos con todas sus fuerzas; un poco más y empezarían a sangrar. Escuchó el sonido de los frenos, la combustión evaporó hacia su cuerpo. Tranquilamente, soltó el gesto constreñido de su cara, desenredó sus pestañas y abrió los ojos: ¡Eran flores diminutas! Un barniz de microscópicos pétalos blancos que, a manera de snowflakes, se ubicaban juntos, multitudinarios, colectivos. Eran las costumbres de quienes habían entrado en sus portales, cicatrizadas en camelias, verbenas, dalias y flores de lis.


Sacó una instantánea, agitándola para revelar el asombro de sus sentidos. El metro estaba hecho de vidas, su pintura, de brotes. Alguien golpeó su hombro al pasar. Una horda de gente se aproximaba frenética.


Ya eran las siete de la mañana.

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