La Línea de Color Esperanza
Aina Assumpció Castell de Torralbés ultima los detalles como cada mañana frente al espejo. Quita el exceso de rubor con la punta de sus dedos y se acomoda el pañuelo. De la mesa de arrime junto a la puerta coge la botella de perfume, y recuerda el beso de su nieta en la frente cuando se lo regaló. “Dos fush fush a cada canell, Yaya; t'ho passes així i així darrere de les orelles i estàs a punt per anar a trencar cors dels vellets” le había dicho. Pero la del corazón roto era ella, desde que su Jordi partió aquella mañana fría del último febrero. ¡Cuántas cosas quedaron atrás! La casita familiar en el pueblo, los rincones de su vida en donde creía aún ver a Jordi. Todo pasó tan de prisa que casi sin darse cuenta, los hijos la trajeron a Barcelona.
El nuevo piso, más pequeño que la casa familiar, pero modesto y espacioso, al menos era un bajo sin escaleras (¡qué alivio ahora que sus rodillas estaban malitas!) y quedaba cerca de la casa de la más chica. Pero también del metro Lesseps, y por lo tanto de las universidades. Un matrimonio de 64 años, 3 hijos y varios nietos después, se había propuesto terminar su grado en Estudios Literarios. “Ni més ni menys que una xavala de 82 soltera a Barcelona”, dijo sonriendo por su ocurrencia mientras echaba cerrojo a la puerta.
Con Amadou se conocieron por casualidad esperando en la andana de Plaça Espanya. Aina volvía a casa de estudiar para sus clases en la Joan Miró, y se horrorizó al ver la mano burdamente envuelta con vendajes sanguinolentos del muchacho que esperaba junto a ella. “Es troba bé?” le preguntó, curiosa. Al ver que su interlocutor la miraba con ojos extrañados insistió, ahora en castellano: “¿Se encuentra usted bien?”. Balbuceando sorprendido y vergonzoso, Amadou le indicó con el dedo el metro ingresando, y saludándola con la mano se subió a él.
No fue hasta varias semanas después que se volverían a cruzar. Amadou le cedió su asiento y Aina al recordar su rostro, le dijo que se alegraba de ver su mano bien. Él sonrió, y con esfuerzo replicó: “yo, Senegal.. España, acá trabajar pica -y haciendo un gesto de corte con la otra mano- cuchillo... perdón, hablo poco español”. La charla discurrió a tientas y sabiendas por unas cuantas estaciones, hasta que Amadou llegando a Drassanes dijo: “Curro aquí”, y le tendió la mano para despedirse. “Venga, ayúdeme que estoy vieja, bajo aquí con usted”. Ya en la andana, Aina apuntó su número en un papel, y se lo ofreció: “soy una viuda vieja que estudia Literatura, y busco un compañero de estudios, si quieres te puedo ayudar con tus clases”.
Pocas cosas existen para el regocijo del corazón migrante, como unos ojos locales que tiernamente posen su mirada sobre él y perciban su humana existencia. Un ejército de seres visiblemente invisibles transita las calles del mundo a diario, protegido por sus cascos con música de lugares lejanos que lo aísla de la cruel indiferencia. Hasta que un ruido a papel rompe la monotonía de esa soledad que solo conoce quien ha partido de su tierra, y una mano vacilante garabatea un número de teléfono. Una voz. Una voz amiga. Una amiga. Con lágrimas en los ojos Amadou cogió el teléfono y se comprometió a llamarla.
Desde entonces, Aina y Amadou se encuentran todos los lunes y los miércoles en la estación Plaça Espanya de la línea L3 del Metro de Barcelona; y juntos, la catalana y el senegalés, caminan hacia la biblioteca. Cada uno a sus estudios. Cada uno a compartir sus soledades, que juntos, al menos no duelen tanto.