Pendiente de ti
Esta mañana, como cada día, te he visto bajar las escaleras a toda velocidad y entrar en el último momento antes de que se cerraran las puertas. Alegre y despreocupada, te has mirado en mí para ajustarte la chaqueta, arreglarte el pelo y dar los últimos retoques a tu maquillaje. Aprovechando que prácticamente estabas sola, te has regodeado un instante con la imagen que yo te mostraba de tu nuevo aspecto, la has contemplado con atención, deteniéndote en cada detalle y haciendo ensayos de posturas que te hacen más femenina. Estabas guapísima con la luz que irradiaba tu rostro y con el colorido de tu nuevo vestuario.
Hace un año todo era muy distinto. Andabas lenta, cabizbaja y con la melena tapándote la cara. Vestida de oscuro, siempre te sentabas en el mismo rincón, huyendo del reflejo que mis ventanas te devolvían cuando se tornaban espejo con la oscuridad del túnel. Ahora, se te ve más abierta, más espontánea y más satisfecha. Noto que con tu nueva imagen, por fin, te sientes ubicada en el mundo.
Te has acostumbrado a utilizarme en las primeras y en las últimas horas del día, cuando estoy casi vacío. Sí alguna vez entras en otro momento, la permanente incomodidad que tu presencia genera en las personas que me abarrotan se traduce en miradas obscenas, gestos excluyentes, beligerantes palabras y agresivas actitudes.
Cada noche espero con impaciencia tu llegada. Tu ánimo y tu aspecto son, entonces, muy diferentes. A veces llegas alicaída; otras veces, agitada y llorosa, con el rimel corrido, el pelo alborotado y la ropa desaliñada. Hay días que cruzas mi puerta llorando y en más de una ocasión llegas lesionada. Yo no puedo hacer nada más que ofrecerte un refugio que te transporte hasta tu barrio.
Siempre pienso en qué puede haber pasado para que llegues en ese estado. Cualquier detalle puede haber detonado el desastre: la gravedad de tu voz, que, ocasionalmente aún aparece; el picor de tu cara en la cara de la persona a la que te acercas a besar, porque quizás ese día no te has rasurado lo suficientemente bien; la burla por tu caminar, de pasos largos y pesados, sostenidos por tus grandes pies… No sé, quizás sólo sea la intolerancia de la gente.
Esta noche aún no te he visto, no has subido en la estación de costumbre y me preocupa. Estoy llegando al final de mi trayecto y voy solo. Paro en una estación. Están a punto de cerrarse las puertas cuando te veo aparecer por el pasillo con la cara desfigurada, la ropa desgarrada y heridas que tiñen de rojo tu piel. Despacio, casi arrastrándote, te acercas a mí. Espero que te dé tiempo a llegar antes de que se cierren. Por las escaleras se oyen gritos de voces masculinas. Miras hacia atrás y al volver la cara se vislumbra en ella el terror que sientes. Suenan los pitidos de cierre. Se empiezan a aproximar las dos hojas de las puertas. Haces un esfuerzo por correr hacia la más cercana. Te abalanzas sobre ella y caes dentro de mí en el último instante antes de que se acoplen. Fuera, los gritos personificados en hombres violentos me aporrean mientras corren conmigo hacia el túnel. No te preocupes, ya estás a salvo.
Te desplomas y no sé qué hacer para socorrerte. Te veo estirada en mi suelo, envuelta de una inmensa quietud que me angustia. Los únicos movimientos que soy capaz de captar són el de tu corazón, que se va enlenteciendo poco a poco y el de tus lágrimas recorriéndote las mejillas y mezclándose con la sangre de las heridas que hay en ella.