Al pasar por la estación.

J.Frost

Era un nuevo día y se encontraba bajando las mismas escaleras, aquellas que le conducían a la estación. Se sumergía en el subsuelo de su ciudad a la espera del vagón que le llevaría a una nueva jornada laboral. A esa hora, el andén rebosaba. Le fascinaba la cantidad de personas que coincidían por unos instantes en ese sistema de transporte. La magia del metro, suponía.


Las puertas se cerraron, dejando en el ambiente algo cargado, su característico pitido intermitente. Se iniciaba así el recorrido serpenteante en busca de nuevos pasajeros, de nuevos destinos en algunos casos y en otros, como en el suyo, de destinos familiares. A veces pensaba en la cantidad de lugares que una misma línea conectaba, tantos espacios diferentes que ni él mismo conocía. Imagínate sumar todas las líneas existentes, cuyo conglomerado tejía en el mapa una telaraña de colores que unía toda la ciudad.


Las estaciones se iban sucediendo; pasajeros bajaban y subían, aunque no siempre en ese orden, por desgracia. Lo habitual es estar atento a la estación de destino, aunque para él lo que más le removía era acercarse a la parada anterior. Observar cómo progresivamente se iluminaba el sendero de destellos rojos hacia ella le producía una sensación de hormigueo incontrolable. Es curioso cómo un lugar tan cotidiano puede ser nexo de recuerdos tan profundos, tan arraigados en nuestro ser. Esa estación, de alguna forma, le conectaba de nuevo con ella.


Allí, el juego comenzaba y también, terminaba. Durante el viaje de ida, su estómago se llenaba de mariposas ajetreadas, las cuales eran liberadas en un controlado caos al verla. Las despedidas eran gélidas, el último abrazo dejaba su abrigo repleto de cristales de hielo. Siempre con la esperanza de que el metro no pasara, o pasara de largo, aunque aquello nunca sucedía. Las despedidas daban lugar al deseo del reencuentro, hasta que, un día, este ya no se produjo.


El nombre de la estación sonó por megafonía en un tono dulce, algo mecanizado para su gusto. Cuando esta se vislumbró por las ventanas, sus ojos iniciaron un movimiento automático con la ilusión de ver aquella silueta en el andén. El metro se detuvo, abriendo las puertas e incorporando nuevos pasajeros, todos desconocidos. Poco a poco, la tristeza se apoderó de él al percatarse de que hoy no sería el día. Su mirada siguió inspeccionando el andén hasta que las puertas se cerraron y la velocidad desvaneció todo el escenario a un negro absoluto. En ese momento, su esperanza era atropellada por el sonido de las vías, mientras la nostalgia del pasado nublaba su cabeza, dejándole un vacío rebosante en su interior. Le erizaba la piel pensar que estaría destinado a vivir aquella condena en cada viaje, al menos hasta que dejase su trabajo.


A la vuelta, consiguió tomar asiento, un reconfortante premio tras un día agotador. El metro ponía rumbo a esa misma estación, devolviendo fantasmas conocidos a su cabeza, ahora exhausta. Decidió apretar los párpados hasta haberla sobrepasado, evadiéndose de todo. Cuando todo iba a terminar, su instinto le traicionó y, sin poder evitarlo, entreabrió los ojos. Mientras se adaptaba a la luz, la silueta que tanto anhelaba ver corría desesperada hacia la puerta, pulsando el botón de acceso, sin éxito. Por un instante, sus miradas se volvieron a entrelazar, sin llenar ese vacío que sentía. Ahora, ella pertenecía al flujo de desconocidos que el metro es capaz de juntar, hasta que su silueta y la estación se desvanecieron.

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