Un abogado de oficio
Escoger la ruta suele ser la primera decisión. La segunda, las escaleras; ¿mecánicas o de hormigón? También hay quien se decide por el ascensor, aunque suelen ser pocos.
El metro es eso, me digo, un juicio, una toma de decisiones, un trayecto. Tardo no más de diez minutos en pisar el primero de los peldaños que da pie a la boca del metro de Maria Cristina. Si uno se decide por bajar, dará en frente con las escaleras paralelas a las que acaba de pisar; sería inútil retroceder. Lo mejor será ignorarlas y adentrarse en el corredor. Es breve, monótono, aunque está repleto de cartelería diversa de TMB. Sería ejemplar caminar por la derecha, quizás lo más cívico, pero una pizca de rebeldía es inofensiva. Me regocijo al ver arrinconado aquel colorido fotomatón, nunca lo he usado y eso me apena.
Ahí están, los molinetes. Las primeras veces que uno los usa le parecen un tribunal; luz verde o luz roja. Y no te puedes defender contra ello. En cualquier caso, le tendería la mano a uno de esos molinetes, pero aún estoy a la espera de que se me asigne un abogado de oficio.
Más abajo, aparte de escaleras, esperan los andenes del metro. Caen del techo un par de pantallas con números desiguales. Vaya, esta vez llega puntual, pienso. Me hipnotiza ver pasar el metal bermejo y blanco sobre el chasis del metro. Al detenerse se abren sus puertas y cojo asiento. Observo el roce de las puertas al cerrar, es un roce lento y que imita la carícia. ¿Cuántas veces se repite este roce a lo largo del día?, pienso.
En la cavidad de estas paredes desnudas, suelo vacilar entre pensamientos. Observo a mi alrededor; personas que se suceden sin ninguna lógica. Al lado de un hombre uniformado, hay un niño con golosinas. Bocas que se abren hablando al vacío y miradas que se entrecruzan entre aromas fríos. A los lectores, les examino íntegramente: por la portada del tomo, incluso el color de este, por el grosor de las páginas leídas y la atención que ponen sobre las nuevas. El encanto que se manifiesta en el exterior también lo hace aquí. En los regazos de los pasajeros y sus rostros amenos.
No puedo parar de examinar. Debería parar, me digo, pero será mejor si pienso que no es así. No, no puedo hasta que se me asigne un abogado de oficio. Contemplo en la pantalla el trazo de la L3, aún me quedan algunas paradas. Frente a mí, unas manos huecas que exceden el macizo de unos callos. Tal vez es albañil, pienso. A su lado, reposa un hombre trajeado y de nariz ganchuda que muestra ademanes bruscos. Qué corbata tan larga, me digo. Parece de seda, la luz cruda se refleja en ella. Me creo con la inocencia de un niño al ver juguetes en los escaparates.
Se abren las puertas de nuevo. Sentí fastidio al ver a tanta gente apelotonada. De ser necesario, alguien habría de ceder su asiento y yo ya me había acomodado al mío. Qué calor más asfixiante. Se escucha vagamente por megafonía; « Pròxima estació, Paral·lel, correspondència amb… ». Cedo mi asiento y me abro entre la muchedumbre. La última decisión, las escaleras mecánicas.