Vías cruzadas
Cruzo la calle que sirve de separación entre Barcelona y Hospitalet. Voy al trabajo en metro como cada mañana. Hoy se me han olvidado los auriculares, pero no el libro. Menos mal.
Después de esquivar a algún que otro pasajero con prisas, consigo llegar al andén. Es de estas mañanas en las que tengo suerte: llegar y pegar. Poco después, ya montada en el metro, escucho la primera conversación en italiano de la semana. Un grupillo de chavales se acaba de subir. «Ojalá estuviera en Italia», pienso, mientras sigo con la oreja pegada a la conversación de los adolescentes a la vez que leo. Ojalá escuchara un «Próxima estación: Roma». Pero no, claro que no. La próxima es —aparto la vista del libro un instante y miro arriba—: Sants Estació. «¿Y si cojo un tren?». El primero que salga de la estación y de España. Pero no. Claro que no. Tengo que ir a trabajar. Así que no me bajo. Continúo leyendo. Todavía me quedan unas cuantas paradas para salir escopetada en busca de la línea amarilla.
La llegada a Verdaguer coincide con la parte más interesante del capítulo, como es lógico. Un poco más y ni siquiera escucho la parada. Me resigno a cerrar el libro en el último segundo posible y me encamino a mezclarme entre el resto de viajeros. Para cuando llegamos a Via Júlia, donde termina mi trayecto, apenas queda gente, que siempre es de agradecer.
Vuelvo a ver la luz del sol y... Quizás esté soñando. Seguro. Me rasco los ojos, vaya a ser que esté viendo borroso. Pero no. Lo que veo es real. Eso, o sí que estoy soñando. No sé dónde estoy.
Alguien pasa por mi lado mientras habla en italiano al teléfono. Y no le habría prestado mayor atención si al seguir caminando no me hubiera dado de bruces con una bandera italiana como una catedral de grande. «Será el consulado italiano», pienso. Pero nunca lo había visto de camino al trabajo. Y no era eso lo único fuera de lugar. Todo estaba diferente. Un poco más adelante el letrero de la calle decía «Via Giulia». Solté una risita tonta por lo bajo.
Sigo andando sin creer que aquello sea real. De Giulia a Júlia solo hay unas letras de diferencia. Pero encontrarte un señor río con enormes puentes ya es otro nivel de alucinación. Sobre todo si lo que esperas ver es la Ronda de Dalt.
Saco el móvil. El GPS me tiene que mostrar la verdad de todas todas. ¿La conclusión? En general me oriento mal. Pero querer llegar al barrio de Verdun y pasar a plantarme en mitad de Roma es pasarme el juego de perderse.
Al final sí que llegué a Roma como deseaba. Y por el módico precio de una Tarjeta Jove. Nunca eso de "Todos los caminos llevan a Roma" fue tan literal. Mientras busco en el mapa cómo llegar al Panteón de Agripa, me pregunto cómo habrán construido semejante canal subterráneo para conectar ambas ciudades.
Supongo que, después de todo, tendré que llamar al trabajo para avisar de que llegaré un pelín tarde. Solo un pelín.