Lua.

Ivanhoe

Otro día más, sigo mi rutina. Me despierto, estiro mis patas, me desperezo. Voy a la cocina sin hacer mucho ruido, mi comida está en el cuenco, me como la mitad del pienso light. La puerta del balcón está abierta, salgo y olfateo el horizonte, hace un día de sol. De repente escucho el despertador en la lejanía, mi dueña empieza a bostezar, se levanta de la cama y va directa al baño. En los treinta minutos que tarda en prepararse yo me tumbo un poco más en el sofá. Antes de irnos y ponerme el arnés se agacha para acariciarme, me sacudo antes de salir y poner rumbo al paseo matutino, antes de cerrar la puerta se coloca sus gafas de sol características.


Aún no me he presentado, mi nombre es Lua, soy una perrita labradora de tres años, blanca como la nieve, y por qué no decirlo, muy mimada. Mi dueña confía mucho en mí, y yo nunca le he fallado.


De los diez minutos que separan el portal donde vivimos hasta la parada de metro de Barceloneta he tenido que cruzarme con los mismos perritos pesados del barrio, que salen a la misma hora que yo, los hay que me ladran por costumbre, otros que suelen entorpecer mi camino con ganas de jugar, pero yo paso mucho de todos ellos y de manera digna sigo el camino con mi dueña hasta adentrarnos en las entrañas del metro.


El metro me gusta, porque está lleno de tantísimos olores, pero no tengo tiempo a pararme a olfatear, el tren ya está parando en el andén y esquivando a un montón de piernas humanas que salen, logramos entrar. Una vez dentro le ceden el asiento a mi dueña, debe ser de los reservados porque al contrario que la mayoría que son azules, en el que se ha sentado es de color rojo. Cuando me tumbo en el suelo siempre me pasa lo mismo, me entra una ñoña impresionante, este suelo está tan calentito.


-Lua, anem va! -mi dueña me saca de ese sueño profundo, en el que se mezclaban pollos y huesos por doquier, tendría que haber comido más antes de haber salido de casa. Ahuyentando la comida de mi mente, salimos del tren, pasamos por varios carteles de los cien años de metro, pensando que ojalá yo llegara a los cien años también, la vida de un perro es tan corta!


Subimos en ascensor, aprovecho a olerlo un poco antes de que las puertas se abran y salir al exterior. El olor del metro se va alejando mientras caminamos despacito, pero con paso firme, hasta el lugar de trabajo de mi dueña, mis ojos ya lo vislumbran, la cabina de la suerte como lo llamo yo para mis adentros, donde ella es la encargada de repartir felicidad con sus cupones.


Sí, seguro que lo habíais adivinado, mi dueña es invidente, y yo, su fiel perrita guía, sus ojos.


 

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