Adiós.
Roser pasó la mano por la puerta metálica del tren con una mezcla de nostalgia y respeto. La pintura estaba desgastada en algunos puntos, y el suelo tenía marcas de incontables pisadas. Aquel tren había sido su compañero de trabajo durante más de tres décadas, y ahora, en cuestión de horas, lo retirarían definitivamente.
Miquel, a su lado, soltó un suspiro. Llevaba un mono azul con manchas de grasa en las mangas y el cabello canoso despeinado.
—Este es el último 4000 que queda en servicio. Mañana lo sacamos y lo llevamos al depósito.
Roser se apoyó en el vagón con los brazos cruzados. Miró a su compañero, el hombre con quien había compartido tantas horas de trabajo.
—Hemos pasado más tiempo en estos trenes que en nuestras casas.
Miquel soltó una carcajada.
—Casi que sí. Pero bueno, todo tiene su final, como nosotros.
—No te pongas dramático, hombre. Que tú te jubiles no significa que yo me vaya a ningún lado.
—¿Y qué vas a hacer sin mí?
—Descansar -dijo guiñándole el ojo.
Miquel miró alrededor del vagón vacío.
—¿Te acuerdas cuando este tren era nuevo?
Roser asintió.
—Parecía el futuro. Ahora lo miras y parece sacado de otra época.
—Porque lo es. —Miquel suspiró—. Pero, ¿te acuerdas del primer día que nos dejaron hacer la revisión solos?
—¿Cómo olvidarlo? Nos pasamos una hora buscando la caja de fusibles. Hasta que vino el jefe de talleres y nos la señaló con el dedo. Estaba justo delante de nuestras narices.
—Menuda bronca nos cayó.
Cada rincón tenía una historia: la vez que se quedaron atrapados en el túnel por una avería, los turnos de noche arreglando motores bajo la luz de los fluorescentes, las Navidades en las que decoraban el taller con luces viejas que alguien había encontrado en un armario.
Cuando llegaron a la cabina del conductor, Roser se apoyó en el marco de la puerta.
—Creo que este tren nos va a echar de menos.
—¿Tú crees?
—Claro. Piénsalo. Hemos pasado tanto tiempo aquí que, si tuviera alma, nos recordaría.
—O nos maldeciría por todas las veces que nos quejamos de él.
Roser rio, con la mirada perdida en la cabina.
Miquel también se quedó callado. Sabía lo que significaba para ella. Para los dos. Ese tren no era solo un pedazo de metal con ruedas. Era parte de sus vidas, de su historia.
—Vamos a hacer una cosa. Esta noche, cuando acabe el servicio, lo llevamos nosotros al depósito.
Roser lo miró sorprendida.
—¿Nosotros?
—Sí. Nos encargamos de su último viaje.
A la una de la madrugada, la estación estaba vacía. Solo las luces tenues iluminaban la vía. Roser y Miquel se subieron al tren sin pasajeros, sin ruido, solo ellos dos y el traqueteo del vagón avanzando por los túneles oscuros.
Miquel conducía, con la misma seguridad con la que lo había hecho cientos de veces. Roser se quedó de pie, pasando la mano por los asientos, grabando en su memoria cada detalle.
—¿Sabes? —dijo—. Creo que este es el viaje más tranquilo que hemos hecho.
Miquel sonrió.
—Parece que hasta el tren lo sabe.
Llegaron al depósito. El tren frenó suavemente y las puertas se abrieron con su sonido característico por última vez. Roser y Miquel bajaron.
Se quedaron mirando el tren. Parecía diferente, como si estuviera descansando después de años de servicio.
Miquel sacó un pequeño destornillador del bolsillo y aflojó la placa metálica con el número de serie.
—Para ti —dijo, entregándosela a Roser.
Ella la tomó con cuidado, como si fuera un tesoro.
—Gracias.
Se miraron sin decir nada más. No hacía falta. Sabían que era un adiós, menos en su recuerdo.