El Fantasma del Metro de Barcelona

Sarabi

 


Diego siempre había sentido una extraña fascinación por las estaciones cerradas del metro. Así que cuando anunciaron que, por el centenario, abrirían al público la antigua estación de Correos, no dudó en apuntarse a la visita nocturna.


 


La estación había permanecido cerrada desde 1972, y se decía que allí habitaba el espíritu de un músico callejero que desapareció misteriosamente décadas atrás. Los empleados del metro evitaban hablar del tema, pero los más viejos decían que, en algunas noches, se escuchaban las notas de un violín en los túneles vacíos.


 


La noche de la visita, Diego y el grupo descendieron a la estación olvidada. Los azulejos desgastados, los carteles descoloridos y el aire viciado daban la sensación de que el tiempo se había detenido. El guía explicaba la historia del metro cuando, de repente, un sonido lejano interrumpió su discurso.


 


Un violín.


 


La melodía era melancólica, envolvente. No venía de ningún altavoz ni de la calle. Diego sintió un escalofrío. Miró a su alrededor y vio que la mayoría del grupo no parecía haberlo notado. Pero él sí. Y también la mujer que caminaba junto a él.


 


—¿Lo has oído? —susurró ella.


 


Diego asintió y, sin pensarlo, se apartó del grupo para seguir el sonido. Como ese día, por el evento no pasaban los metros, bajó a las vías y caminó por el túnel oscuro. La melodía se hacía más nítida. De pronto, se encontró en Jaume I, otra estación antigua con un aura inquietante. Allí, en el andén, un hombre de espaldas tocaba el violín.


 


—¿Quién eres? —preguntó Diego, con la garganta seca.


 


El hombre dejó de tocar y giró lentamente la cabeza. Su rostro estaba pálido, sus ojos hundidos, y su ropa, propia de otra época.


 


—Llevo años esperando —susurró el músico—. Esperando a que alguien escuche mi canción.


 


Diego sintió un escalofrío. Dio un paso atrás, pero el violinista alzó el arco y comenzó a tocar de nuevo. La música era tan hermosa como aterradora. La visión se desvaneció lentamente y, cuando Diego parpadeó, estaba de nuevo en la estación de Correos.


 


—¡Aquí estás! —exclamó el guía, visiblemente molesto—. No debiste alejarte.


 


Diego miró a su alrededor. La visita había terminado. No sabía cuánto tiempo había pasado. Pero cuando metió la mano en su bolsillo, encontró algo que lo dejó sin aliento.


 


Un viejo ticket de metro, fechado en 1926.

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